Sin especial entusiasmo suelo frecuentar alguna que otra
hoguera al caer la noche de la víspera de San Juan. Mi interés es más
antropológico que ocioso o espiritual. Cada año me pregunto qué mecanismo
concreto llevará a toda aquella gente a congregarse alrededor del fuego. Una
respuesta fácil sería que se trata de la excusa de tomar unas cervezas en la
calle y pasar el rato con los amigos, sobre todo teniendo en cuenta que el
festejo esta vez ha caído en sábado. Pero cada vez ando más convencido de que
algo se enciende en el interior de todos los asistentes. Algo, desde luego, muy
profundo, muy antiguo...Quizás ellos mismos no lo sepan. Seguramente, yo
tampoco esté muy seguro. Simplemente especulo, no se trata de nada muy
científico.
Veo auténtica fascinación, en ocasiones éxtasis. La gente
observa hipnotizada las llamas como si asistiera a un espectáculo único. En
ocasiones, escuchas los murmullos de los borrachos, pero en otras se impone un
silencio sagrado. Y entonces, el crepitar del fuego marca los tiempos mientras
te rindes al sopor del calor. Cuando hay una inesperada deflagración, la gente
estalla de júbilo, alza los brazos y se ríe. Los más osados, los más jóvenes
generalmente, tientan a la suerte y se acercan hasta los límites que marca la
seguridad (en ocasiones, lo traspasan por momentos). Pienso que se puede tratar
de alguna especie de rito de paso. Los mayores aplauden este tipo de acciones,
como si fuese un acto de gallardía, como si los chicos fueran a convertirse en
hombres a partir de esa noche.
Y de repente, alguien conecta con algo verdaderamente
salvaje y loco. Nos encontrábamos cerca de la hoguera que tradicionalmente se
suele hacer cerca del Camino de la Hornera, en La Laguna (Tenerife),
disfrutando de una caña de cerveza en una noche estupenda, cuando pareció
abrirse una brecha en el espacio-tiempo. Cuatro tipos llegaron haciendo curvas
en un coche destartalado y lo dejaron detenido en medio de la calzada, sin
valorar si podían molestar a otros conductores. Se bajaron absolutamente ebrios
y enloquecidos. Pegando voces y saludando a lo lejos. Irrumpieron en el bar
como un torbellino, como si aquello fuera su cortijo privado. Uno de ellos, el
mayor, de unos cuarenta, comenzó un discurso épico mientras observaba el fuego.
Con los ojos desorbitados, empezó a hablar de los orígenes fundacionales del
barrio. Él lo había visto crecer, allí solo había buena gente, gente
trabajadora, él había aconsejado sabiamente a los más jóvenes, los había
llevado por el buen camino, etc. En esas, se le acerca un chaval, unos veinte
años más joven, y empiezan a hablar en voz baja para que nadie les escuche,
como si iniciaran una transacción clandestina. Cuando el chico se aleja, el
mayor vuelva a dar voces mientras mira el descampado, fuera de sí, poseído por
alguna fuerza ancestral.
Pensé que ya habíamos visto demasiado y nos fuimos. Al
día siguiente leí en el periódico que, en esa hoguera, un joven de 16 años resultó
herido y tuvo que ser atendido por los servicios sanitarios. Al parecer intentó
saltar por encima del fuego, con el resultado de que cayó mal y sufrió quemaduras
en ambas manos. Una ambulancia se desplazó hasta el lugar de la celebración y
se llevó al muchacho hacia un centro hospitalario.
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